La noche anterior había llegado tarde. Me apeteció ver
el Atleti-Real Madrid de Copa en Zazuar, y mereció la pena. Ya en casa, luego
de subir las maletas y los menudos, me apeteció encanallarme un poco con El
Chiringuito de Jugones y La Goleada. Cuando llevaban media hora debatiendo
sobre la enésima agresión sin balón de Arbeloa, me acosté. Eran más de las dos, y eso que
tenía que madrugar. Quería acompañar temprano a mi señora a hacerse unos
análisis. Nada me apetecía más que levantarme pronto el primer día de trabajo
del año. Ese aprovechamiento matutino incluía dos visitas, al centro de
hemodonación, y a Correos para recoger un paquete de Asturias: un par de Clarines atrasados con sendos paliques,
uno mío y otro sobre mí, una vanagloria doméstica e inofensiva que,
modestamente, creo que me puedo permitir. Se hizo todo antes de las diez.
En casa me esperaba la guerra: el variopinto equipaje
de las tres semanas de vacaciones de dos personas esperaba ser restituido a su
ubicación natural. Para animarme, empecé por lo más fácil, la mochila con el
ordenador, los cables y la táblet, amén de algún menudillo. Luego ataqué la
bolsa de papel con los libros, y aquí la cosa se complicaba peligrosamente.
Separé, para la mesita, un montón con los libros que ahora estoy leyendo y con
otros de lectura, ejem, inminente; otro, para la balda del mueble del salón,
con libros para leer a medio plazo (ya sea este de una semana o de un año o tres
o los que vivió Matusalén); el resto, los leídos estas vacaciones, volverían a
la estantería, junto con otros desestimados. “Mala suerte, chicos, siento
haberos despertado para nada. Otra vez será”. No les importó: el que calla
otorga. Pero colocarlos en su lugar en la estantería era tarea para la que no
me sentía preparado en ese momento, porque se extendería ese afán a los otros
libros, y no haría otra cosa en toda la mañana. Me limité a colocarlos en
horizontal sobre los otros, hasta que me decida a poner orden en la librería.
Pero esa será otra historia (sudores me entran de pensar en ello).
Con la ropa se planteaba de inicio el problema de las
nuevas prendas, que llegan a la casa más chulas que un ocho, con la pretensión
de desplazar a otras que, si bien uno ya no se pone, conserva por lealtad y justicia
poética, así sean unos pantalones para tirarse por el prao o la camiseta de una despedida. Al ir a guardar la ropa
interior, me encontré con que el cajón no cerraba. Hacía tiempo que tenía
pendiente una purga gayumbera y calcetinil. "Ahora o nunca", me dije. Empecé con
los calzoncillos. Aparté uno encogido por los muchos lavados. “Fuera.” Había
también uno desteñido, de un rosa triste. Dudé. “Este vale, total, no se ve…”
Se me ocurrió seguir el mismo método que con los libros, y así resolví hacer un
montón A con los que más uso, los de pernera larga, sin duda los más cómodos;
otro montón B con los susceptibles de ser usados en el caso de que no haya
ninguno en el A; y un tercer montón con los de las noches buenas, algunos de
ellos en el límite, pero qué diablos, el sacrificio merece la pena, y además
dura poco.
El de los calcetines era asunto más penoso. El escrutinio,
que de donoso sólo tenía las tres últimas letras, por rimar con engorroso y
latoso, si no con oloroso, se veía dificultado por una acumulación absurda, delirante.
Se diría que los calcetines se habían dado al rijo y la procreación aprovechando la oscuridad
del cajón, sin importarles el qué dirán de los calzones. Los puse sobre la
cama: una veintena larga de pares, uno sí y uno no desparejados, de los que puedo
venir usando entre cinco y diez, básicamente los que me regala mi suegra por
Reyes, calcetines de calidad que me apañan el invierno (con el calor es otra
historia). En uno de los pares, toque surrealista, dormía el envase amarillo de
un huevo kinder, sin sorpresa. Empecé por los blancos, junto a los cortos y
unos vergonzantes pinkies, prenda también en el límite, con la que hay que
asegurarse de que no asome por la zapatilla, visión ésta que produce una tristeza
definitiva. Seguí con los de vestir. “Aquí hay que hacer una buena criba”, me
dije. Pero no sabía por dónde empezar. Separé los de estrías, unos ocho pares. “Para
León.” Otro par tenía la goma gastada. “A la hoguera", sentencié, sintiéndome mejor. Había un caso especial que exigía toda mi ecuanimidad. Eran unos calcetines
relativamente nuevos pero con un tomate en uno de ellos, a la altura, es un
decir, del pulgar. Los sopesé. "También es cierto que se puede colocar el
agujero sobre la uña de manera que no salga el dedo. Al cajón, y los demás también".
Lo cerré malamente. “Bueno, algo hemos hecho”, me animaba mientras llevaba a la
basura un par de calcetines y un calzoncillo que finalmente dejé en la
despensa, para trapos.
A todo esto, el gato estaba que no sabía para quién
vendimiaba. Me seguía como un perrillo, desconcertado por mi movimiento
browniano. Le abrí la ventana de la habitación pequeña para que recibiera,
encaramado en la mesa de estudio, su oreo matutino. Venteó un poco, apoyado en
el marco de la ventana como un paisano, pero pronto la niebla meona le hizo
bajarse. "¿Frío, eh, Polizonchi?" Al bajar de la mesa casi tiró una lámpara averiada
que esperaba desde hace meses a que me atreviera a mirarla, por si sonara la flauta.
“Esto aquí no pinta nada. Al trastero con ella.” Como si ahí pintara algo. Trastero es, por cierto, palabra que
empieza a provocar reacciones adversas en mi estructura neuronal. “Tengo que
ponerme con él”, repito y me repito. Pero esa será otra historia (temblores me
entran de pensar en ello). Justo antes de derrumbarme en el sofá reparé en el
árbol de navidad, un abetillo desmontable del Carrefour. Con la dudosa ayuda de Polizón, iba quitando los adornos
de las ramas, y entonces caí en la cuenta de la cantidad de detalles
entrañabilísimos (mínimas prendas por mi bien halladas) con que Sara lo adornó.
Luego, por la tarde, las clases fueron bien. La
escabechina con que saldó el primer trimestre (sólo la mitad de aprobados)
parece que, al menos en algún caso, empieza a dar sus frutos. Pero no en todos:
Alba lo estaba pasando mal. Le dije que dejara de tocar y hablamos. Confesó
con pena que ya no le gustaba la flauta como antes. A mí me parecía que no había
asumido el aumento de dificultad y exigencia del nuevo curso, y que, al no
salirle, no estudiaba, y al no estudiar, no le salía. La animé contándole detalles
de mi aprendizaje, inventándome algún suspenso, reconociendo pasajeros
desánimos y perezas. Al menos trazamos un plan, un repertorio de mínimos para
esta semana, asequible siempre que toque todos los días. Un arranque, un rayo
de sol. Salió más animada, pero yo hacía el nefando recuento de las veces que
se me ha echado un alumno a llorar en lo que va de curso. La última de la tarde,
Rocío, un retaquillo de diez años con cara de abuelilla, me dejó al menos un
buen sabor de boca. El 4 de la primera evaluación la había aguijoneado. Venía
con ganas de tocar, casi sin saludar, y la dejé, aplazando la charla al final de la clase. Los Reyes
le habían traído tres tortugas y un conejo. Yo le hablé, claro, de mi gato y mi
periquito, y aproveché para leerle un poema de A merced de los pájaros, el libro de Jesús Cotta que había llevado
para la guardia. Se titula "Un árbol de tu casa", y empieza: "Sombra y verdor prodigas, como un héroe / que, extraviado, se afinca en este suelo / y ahora sirve a mis hijas de columpio / y escatima a los gatos sus jilgueros." Iba cambiando sobre la marcha algunas palabras para que lo entendiera, y al terminar
exclamó: “¡Qué bonito!”, y lo hizo con una voz que no le conocía, de un brillo nuevo, la voz de los
cumpleaños o los juegos. “Hala, vamos, que ha sido un día largo. ¿Va habiendo
hambre?” “Mucha.”
Cómo me he reído... ;-)
ResponderEliminarYo conseguí ordenar el trastero estas Navidades.
Ánimo con el blog, que me encanta, haya prosa o poesía...
Saludos,
Cris