Tenía clase con Marta. La edad con que se inician los
estudios en el conservatorio, ocho años, está pensada para que los finalicen,
caso de no repetir curso, a la vez que el 2º de bachillerato. Pero Marta entró ya
en 1º de grado profesional, hace 4 años, con 14, de manera que terminará el
instituto faltándole los dos últimos cursos del conservatorio. Es una alumna
brillante (quien lo es suele serlo en todo lo que hace), pero a pesar de ello,
o por ello precisamente, vive sujeta a una presión sin tregua en cuyo cénit
pende esa espada de Damocles llamada “media”. La exigida para entrar en
farmacia, la carrera que quiere estudiar, es muy alta. Suponiendo que entre, como
es de esperar, irá a estudiar a Salamanca. Yo le había dicho que a partir de
mayo hiciera lo que pudiera. Ya tenía suficiente con el curso y la EVAU, que es
como llaman ahora a la selectividad. Aún así nunca dejó de cumplir, si le
mandaba un estudio, un estudio, si le mandaba dos, dos. Me pidió no asistir a las dos
últimas clases. Me di cuenta de que, tras cuatro años y decenas de horas mano a mano, ya no nos veríamos.
Una pena perder a una de mis mejores alumnas, sin duda la que tiene más
proyección, una joven con cabeza, tesón y dos años por delante para pulir un
sonido ya precioso, afianzar una digitación ya solvente, enriquecer una musicalidad
natural y propia. También una alumna, en fin, de una timidez que nadie imaginaría
escuchándola y viéndola tocar.
Quise reservar los cinco últimos minutos de esa
postrera clase para el balance y la complicidad. “Bueno, parece que esto se
acaba.” Pues sí, respondía lacónica. “Siempre se echa de menos a alumnos como
tú”. Acaso pretendía yo, a última hora, profundizar en una relación que, si
bien impecable, nunca pasó a la apertura personal. Ella sonreía pero no decía
nada. Más bien se veía que limpiaba la flauta con presteza para volver lo antes
posible a su estudio. Acaso esperara yo también un poco de jabón, y di otro
paso: “Espero haber sido para ti un buen profesor, que recuerdes las clases con
cariño”. Ya se levantaba y enfilaba hacia la puerta. Renuncié a los dos besos
de rigor. “Suerte”, acerté a decir mientras se cerraba la puerta. Quedé taciturno.
Tendrá que ser así, pensaba sin saber qué pensar, sin saber si, sonido,
digitación y demás a parte, quedará algo.
Soberbia percepción de las soledades infinitas que depara el oficio de profesor.
ResponderEliminarSí, qué pena... Qué pena que esa alumna tan brillante no lo pueda aprovechar (a veces parece que tenemos que hacer tantas cosas, tan bien, llegar a no se sabe dónde, a lo que se espera de nosotros... y lo mejor lo tenemos al alcance de la mano, sin tanto esfuerzo, o no... pero al menos, pensarlo algo más). Y lo peor es que a veces ni siquiera se disfrute para uno mismo (yo tengo excompañeros de música que no han vuelto a tocar, nada, ni para ellos, aunque ahora tengan tiempo)...
ResponderEliminarY esa soledad, la he sentido, de apreciar y empatizar con los alumnos, y recibir indiferencia, como un silencio inmenso... A veces ni reconocerte, y tú recordar perfectamente nombre, vida y milagros de su etapa de estudiante. Pero va en personas, también las hay agradecidas, que te han valorado, regalado aprecio a manos llenas, en voz alta o en susurro (si eran muy tímidas, como esta de la que hablas).
Quién sabe lo que quedará, en el fondo...