No me lo creo. Vuelvo del paseo gatuno y alguien se ha comido
el medio sándwich que había dejado con toda la intención en la encimera. Abro la
nevera y lo primero que veo son dos trancas negras que me apuntan amenazantes. Es
san Froilán y hay que darle caña a la morcilla. Me suele sentar bien una
magdalena con el agua que va pidiendo. Se me ocurre mejorarlo. Hay junto a las
morcillas un generoso surtido de yogures. Estos de Oykos se lo están currando. Mientras
disfruto de las grasas saturadas, hago resumen de la noche.
Si la meta que aguarda a quien aspira a perdurar es el
olvido, no es otra la que nos va ganando durante la vida misma. Sucesivas metas volantes cada vez más cercanas. Cuántas
películas olvidadas, cuántas músicas, versos, conversaciones, personas. Qué
sangría. Cuesta ser optimista en esto: ¿tanto ganaremos por otro lado? Pregunto
al camarero del Black dog si la canción que acaba de sonar es de Jefferson
airplane. “De los Who. De los primeros Who.” Y veo que se hincha un poco. Lo
que no imagina es la de veces que habré escuchado “I can see for miles”, en CD
y en casette, en el Woodstock y en el coche, en greñudo y en mocho. Se pensará que en materia sesentera me lleva ventaja, pero es al revés: yo he llegado antes.
Salgo en dirección a La clave, que se ha trasladado a
las inmediaciones de la plaza de santo Martino. Pero una luz como de almacén y
una nula intimidad echan para atrás y paso de largo. Creo que el dueño, entre saludado y conocido, me ha visto. Dudo si recular, pero sigo adelante. Qué mínima visión de
negocio. En una ubicación inmejorable, en una zona de tapas ya tan concurrida
como el barrio Húmedo, sería un pub ideal para tomar esa primera copa que es
tantas veces la última y la segunda última. ¿Tan difícil es disponer una iluminación
acogedora y un ambiente agradable? Se ve que sí.
Cruzo la calle Ancha en dirección al Húmedo. El cierre
del Local fue una avería tremenda. Entro en el Crazy. No es lo mismo pero con suerte se puede escuchar a The Smiths, Pulp o Radiohead. Ahora bien, si se pasa la noche entera se puede oír a los Guns and roses cuatro veces, y a eso no hay derecho. Son aún las doce y media
y no hay nadie. Pido una cerveza. El flemático dueño, un clásico de la noche
leonesa, vuelve a su taburete al lado de la música y sigue leyendo su libro.
Una estampa idílica. ¿Nos mirará la Pálida sin que hayamos abierto ese bar que
sea como nuestra segunda casa, un refugio a la medida de uno donde simplemente
no pierda dinero y pueda pasar a gusto y con su música unas horas los jueves,
viernes y sábados?
Qué noche de finales de septiembre. Entre los abedules del parque de Correos, ya de retirada, intento recordar un poema, aquí mismo nacido, a este sufrido árbol. Tampoco el olvido lo
ha respetado. Quedan, como ruinas de un palomar, unos versos aquí y allá: “Se para uno a mirarte y ya le habla / del alma herida al alma tu tronco
acuchillado”. Y de esos versos deberían colgar otros, como unas cerezas de otras, en
defensa del hipérbaton, al que deben los poetas no sólo que les resuelvan los
acentos, sino el placer lector de resolver su ecuación, de tercer grado si
gongorina. "Quién para ese poema / poder plancharlo sonetista fuera".
Estaba rico el yogur. Antes de que se me olviden estas
minucias me siento a anotarlas en el escritorio en que tantas horas eché durante
el colegio y el instituto. Enfrente hay una foto en la que aparecemos S. y yo
frente a la Peña Galicia, que ese día subimos. S. está parecida. Quizá hasta
estaba más regordeta. Se nos ve felices, pero eso no quiere decir nada. Es una
foto. Quizá por la noche acabáramos discutiendo por una tontería, a la porfía,
que es el peor enemigo de cualquier relación. Hay que mantener al recuerdo a
raya, sin caer en sus trampas. La montaña es sencilla y agradecida, con su poca
altura, sus fósiles en la falla y la fácil brecha de acceso a la cresta. El
misterio de la fotografía es la otra figura que sonríe a la cámara, con pelo
aún, sin ceño todavía. Le miro y no me creo que haya sido yo. Los rostros de
los familiares son espejos que no traicionan, escribió Azorín. Siendo así, ante
el de este que me mira, ese padre mío que fui, sólo puedo pensar
que el traidor soy yo. Abro la puerta de la habitación donde duermen las niñas.
Su respiración deshace toda inquietud. Duermen profundamente. También S., su
calor que busco para echar lo que quede a la hoguera del olvido.
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