10h. Un último repaso hasta la
inoportuna (todas lo son) reunión de las 12.
12h. La vida es lo que no te
pasa mientras estás en un claustro.
14h. Comida frugal, de pie. Es
maravillosa la facilidad y rapidez con que se resuelve el asunto cuando se está
solo.
15:07. Camino de Palencia, en
una ladera sembrada de cereal hace lobos el viento.
16h. Examen. Disfruto creyéndome
lo bueno que soy, terminando cada pregunta con una especie de conclusión, vendiendo
la moto de ideas satélites cuando los datos son exiguos. Termino con la mano
bailando el dengue dengue.
19:30h. Me comprometí a
meterme hora y media en la caseta de Eolas, compartida con Difácil. No está el
editor. Parece que nadie me esperaba ahí. Está un poeta joven, paisano mío como
yo “en el exilio” (dice). Acaba de editar un libro de poemas y le hace la venta
y contabilidad a H. Tira el anzuelo a algún curioso hablándole de mi diario y
mi penúltimo libro de poemas. Me hace gracia y hago lo propio con su libro. Él
lo hace muy bien, pero, dice, no va buena la tarde, “se ven pocas bolsas”. Nos
queda comprarnos mutuamente. La caseta parece el camarote de los hermanos Marx.
Están también alguien de Difácil y un novelista de la casa. Se para ante los
libros una escritora local que se ve poco menos que obligada a comprarle a este
la novela, pero tiene la cintura de señalar otro volumen y decirle: “pues esta
novela de aquí es mía”. El otro se ve poco menos que obligado a comprársela. Este
gol mutuo hace mucha gracia a mi compañero. Suenan las nueve en el reloj del
ayuntamiento y me despido de él. Tiene que totalizar, me dice.
23h. Noche, patio, luna.
Escucho a Weval. Suenan como nadie, pero les falta la emoción sencilla. Luego
la maravillosa “Gabriel”, de Yagya, y “The phantom of us”, otra que tal, que
envío a F. y A. Pienso luego, a cuenta de otra cosa, cómo las nuevas
tecnologías ponen de relieve la escasa formación emocional de la gente.
0h. Me ducho. Un masaje en
la cabeza sacude ciertos pensamientos mezquinos. Resuelvo ver la segunda parte
de un partido de baloncesto. Polizón se sube a la cama y apoya su cabeza en mi
barriga. Potente ronroneo. Se me ocurre escribir todo esto, y en ello estoy
cuando oigo salir por los auriculares música de viento (de fanfarrias
malagueñas cuando ataca el Unicaja y de varias docenas de silbidos cuando ataca
el Barça). Intuyo que disfrutaré más con estas chuscadas del público que con la
victoria de mi equipo, que ya sé que ganó de 4 a pesar del calamitoso Satoransky.
Tengo entonces la sospecha creciente de que las fanfarrias puedan estar
grabadas, porque por muy disciplinada que esté la charanga me parece imposible
que acaben tan a la vez sin que un trompeta haga un tirirí. Me río mucho con la
selección musical, sobre todo con el extemporáneo “Pinocho fue a pescar al río
Guadalquivir” y con un jingle cromático descendente cada vez que Willy
Hernangómez, otro pufo, falla un tiro libre, lo cual sucede a menudo.
1:30h. Dejo por fin el
móvil. Escribo, también en la guarda trasera de Flores del Bierzo lozanas y
mustias, un aforismo: “A dios le salió mejor el poema de la infancia que el
de la vida adulta”. Hay también anotadas cuatro preciosas expresiones de ese
libro: “rascar la lengua” (por hablar), “poner los huesos en punta” (por
levantarse) y dos referidas a la ebriedad (“mojar la palabra” y “centinela de
la bota”). Cierro y apago todo para volver a comprobar que, entre tantas cosas
buenas, no hay ninguna que lo sea tanto como dejar en paz a la cabeza.
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