Los
padres salen al vermú con unos amigos –cosa de una hora– y dejan
al bebé durmiendo en compañía de su tío y su abuelo, que trajina
en la cocina. Empieza sollozando. El llanto va a más y hace que lo
cojan en brazos y lo paseen. Pero su inquietud va en aumento y ya
llora seguido, a pesar de que su tío lo intenta todo. No hay peluche
que pare esto, llega a pensar, ya tan desesperado como el niño.
Fue oír la voz de la madre y sufrir su
rostro como un estiramiento de orejas y un redoblamiento de atención
perrunos. El llanto paró en seco. Llegaba al fin el consuelo líquido
que el rapaz exigía, el único que su tío no podía prodigar, por
mucho que le tocara la ocarina primero y la flauta de pico después.
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