Las moscas. Las familiares. Deliberan inquietas en torno a la mesa
redonda del aire. Su danza, desbaratable por humana mano, no deja de
ejercer cierta hipnótica atracción sobre nosotros, los al suelo
apegados.
En
El bosque animado,
Wenceslao Fernández Flórez las retrata, asamblearias, en plena
convención anual, su líder instigándolas contra la tranquilidad
del género humano y humillando a una araña cuya celada trunca la
reveladora luz del día.
Desde nuestra misantropía se podría extraer lección moral de la
siguiente parábola: una mosca y una abeja, dentro de una botella de
cristal abierta, tumbada y vacía, pugnan por salir de ella. La
perspicaz abeja, no sin lógica, intuye que en la base, más ancha,
hallará la salida, pues en ese punto se aprecian más claramente los
colores del exterior. Obcecada, choca repetidamente contra el cristal
hasta no encontrar sino una muerte lenta. En cambio la atolondrada
mosca, que no se para a pensar, rebota enloquecida contra el vidrio
hasta que el azar, arbitrario y a menudo injusto, la devuelve a la
libertad.
En parte por desconfianza de la monstruosa colmena que hemos hecho
del vivir, en parte por justificar mi pereza y usual falta de método,
me sonrío ante el triunfo casual de la enlutada mosca, aunque
desagradecida y cojonera me despierte más tarde de la siesta
posándose sobre mi nariz en el peor momento.
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