Preparo la lectura de los Viernes del Sarmiento. A la hora de escoger los
poemas me atengo al gracioso adagio tantas veces oído a mi padre, que pronunciaban
los músicos en el segundo pase de la verbena: la misma que hay gente nueva.
Pienso de todos modos que habría que intentar evitar el ambiente funéreo de
otras ocasiones. La trascendencia, a la que uno modestamente aspira, no tiene
por qué estar reñida con la sonrisa (me valdría con que quien escucha sonriera
por dentro, pero cómo saberlo). No sé, modular más la voz, o intercalar algunas
prosas, por desengrasar. En una lectura en Gijón, Javier Almuzara, viendo lo
cargado que estaba el aire poético, leyó los versos de uno que se podrían
subtitular “El poeta se imagina a su amada corrigiendo exámenes”. No es precisamente el mejor poema de los que quedaban por leer,
pero es el que el momento requería.
Ya en la
lectura, durante la presentación de José Antonio Valle, suena un móvil. Lo que
sigue es algo tan natural como monstruoso: si el dueño del teléfono no lo oye,
este sigue sonando, cuatro, cinco, seis veces. Con el corazón en un puño, como
suele decirse, yo confiaba en que, en el peor de los casos, las leyes acústicas
contribuirían a poner fin a aquella situación brutal, pues aunque el sonido se
propaga en todas direcciones (emisión irradiada), el receptor la asocia a un
punto determinado (percepción direccional). Así, todos acabaron mirando a una
mujer de unos setenta años angelicalmente sentada en la primera fila. Todavía
tardó la responsable del desafuero, cuando fue advertida, en dar con el artefacto, estratégicamente
sepultado en su bolso, pero la cosa pasó de la esfera de lo indignante a la de
lo inconcebible cuando ni corta ni perezosa descolgó para decir, con un volumen
acorde a su sordera, que en ese momento no podía hablar porque estaba “donde la
poesía”.
Luego la
lectura va bien. Disfruto leyendo, pero no explicándome, así que cada vez
explico menos. Hay mucha gente, sobre todo mayores, por no decir ancianos. Yo
les agradezco la presencia a todos. También a los que dan cabezadas en la
última fila. Me intento animar pensando que estoy contribuyendo a una pequeña felicidad,
acaso, me ilusiono, su mejor momento del día. Al terminar, la señora del móvil
viene la primera a decirme que a ella le gusta mucho la poesía, que en el colegio sacó
sobresaliente. “¿En lengua?” “No, no, en poesía.” Luego coge el ejemplar en que
leí. “Y este libro, ¿me lo podría quedar?” Lo hace siempre, me dice Amparo.
Cómo sería la cosa que hasta mi ponderado amigo Luis Guillermo Alonso me
confiesa haberse quedado con ganas de hacerle a la señora “un amable
reproche”.
Luego tomo
algo con José Antonio y Araceli, madrina de estos actos. Hay también una pareja
de asistentes habituales a las lecturas. Él tiene ascendencia leonesa (sus
padres son de Ambasaguas). El amor común a las riberas del Curueño y el Torío
convierte en placer la obligada papeleta de la conversación. Ella es una rubia
oxigenada muy enjoyada y gestera. Cuelga de su cuello un cigarrillo electrónico
al que de vez en cuando da una extasiada chupada. “Esta es mi flauta
travesera”, chancea con dudosa gracia. Replico que por las dimensiones y la
dirección al tocarla, la suya es una flauta de pico. Una sopranino. Pero ella,
o porque no escucha o porque no entiende o porque no está dispuesta a renunciar a su
chascarrillo-cigarrillo, lo repite en cada succión. Araceli, tan despistada, más desde la
muerte de su marido, el poeta Andrés Quintanilla, es entrañable y cariñosa. Leo
mucho por las noches, me dice. Qué voy a hacer, no puedo dormir… De la
caudalosa conversación de José Antonio Valle siempre se desprende alguna pepita
de ley. “La poesía es la compañera perfecta para la vida.” Con las mismas les
dejo, paladeando esta última golosina camino del coche.
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