martes, 25 de febrero de 2014

COFESIONES DE UN PEQUEÑO POETA (UNA LECTURA)

Preparo la lectura de los Viernes del Sarmiento. A la hora de escoger los poemas me atengo al gracioso adagio tantas veces oído a mi padre, que pronunciaban los músicos en el segundo pase de la verbena: la misma que hay gente nueva. Pienso de todos modos que habría que intentar evitar el ambiente funéreo de otras ocasiones. La trascendencia, a la que uno modestamente aspira, no tiene por qué estar reñida con la sonrisa (me valdría con que quien escucha sonriera por dentro, pero cómo saberlo). No sé, modular más la voz, o intercalar algunas prosas, por desengrasar. En una lectura en Gijón, Javier Almuzara, viendo lo cargado que estaba el aire poético, leyó los versos de uno que se podrían subtitular “El poeta se imagina a su amada corrigiendo exámenes”. No es precisamente el mejor poema de los que quedaban por leer, pero es el que el momento requería.

Ya en la lectura, durante la presentación de José Antonio Valle, suena un móvil. Lo que sigue es algo tan natural como monstruoso: si el dueño del teléfono no lo oye, este sigue sonando, cuatro, cinco, seis veces. Con el corazón en un puño, como suele decirse, yo confiaba en que, en el peor de los casos, las leyes acústicas contribuirían a poner fin a aquella situación brutal, pues aunque el sonido se propaga en todas direcciones (emisión irradiada), el receptor la asocia a un punto determinado (percepción direccional). Así, todos acabaron mirando a una mujer de unos setenta años angelicalmente sentada en la primera fila. Todavía tardó la responsable del desafuero, cuando fue advertida, en dar con el artefacto, estratégicamente sepultado en su bolso, pero la cosa pasó de la esfera de lo indignante a la de lo inconcebible cuando ni corta ni perezosa descolgó para decir, con un volumen acorde a su sordera, que en ese momento no podía hablar porque estaba “donde la poesía”. 

Luego la lectura va bien. Disfruto leyendo, pero no explicándome, así que cada vez explico menos. Hay mucha gente, sobre todo mayores, por no decir ancianos. Yo les agradezco la presencia a todos. También a los que dan cabezadas en la última fila. Me intento animar pensando que estoy contribuyendo a una pequeña felicidad, acaso, me ilusiono, su mejor momento del día. Al terminar, la señora del móvil viene la primera a decirme que a ella le gusta mucho la poesía, que en el colegio sacó sobresaliente. “¿En lengua?” “No, no, en poesía.” Luego coge el ejemplar en que leí. “Y este libro, ¿me lo podría quedar?” Lo hace siempre, me dice Amparo. Cómo sería la cosa que hasta mi ponderado amigo Luis Guillermo Alonso me confiesa haberse quedado con ganas de hacerle a la señora “un amable reproche”.

Luego tomo algo con José Antonio y Araceli, madrina de estos actos. Hay también una pareja de asistentes habituales a las lecturas. Él tiene ascendencia leonesa (sus padres son de Ambasaguas). El amor común a las riberas del Curueño y el Torío convierte en placer la obligada papeleta de la conversación. Ella es una rubia oxigenada muy enjoyada y gestera. Cuelga de su cuello un cigarrillo electrónico al que de vez en cuando da una extasiada chupada. “Esta es mi flauta travesera”, chancea con dudosa gracia. Replico que por las dimensiones y la dirección al tocarla, la suya es una flauta de pico. Una sopranino. Pero ella, o porque no escucha o porque no entiende o porque no está dispuesta a renunciar a su chascarrillo-cigarrillo, lo repite en cada succión. Araceli, tan despistada, más desde la muerte de su marido, el poeta Andrés Quintanilla, es entrañable y cariñosa. Leo mucho por las noches, me dice. Qué voy a hacer, no puedo dormir… De la caudalosa conversación de José Antonio Valle siempre se desprende alguna pepita de ley. “La poesía es la compañera perfecta para la vida.” Con las mismas les dejo, paladeando esta última golosina camino del coche.

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