Iba a ser esto una diatriba contra tanto posmoderno posmomuermo que se
sirve de las palabras para reventarlas, palabras a ser posible polisílabas, de
oficina, que parezcan algo, y de vez en cuando una para epatar, no sé, un himen
por aquí, un fálico por allá… Especial repulsión les producen las palabras del
campo y las de toda la vida, a las que gustan de llamar polvorientas. En realidad
odian a las palabras, esas intrusas que distraen de lo verdaderamente importante,
su propia voz.
Iba a ser eso, pero por una vez hago caso al ángel bueno y la entrada se
convierte, claro que sí, en una acción de gracias.
*
Aunque, hablando de palabras, arcaísmo
no es fea, da pena llamarlas así, como si fueran trastos viejos que guardamos
en una profunda arca, a ellas que tanta vida tuvieron y dieron. Mejor palabras huérfanas: inspira simpatía y
aun piedad, que es lo que necesitan y merecen tan hermosas y preteridas voces. Apostar
hoy por ellas es un suicidio literario: al tropezarse con una, los más dejarán
de leer; otros pasarán sobre ella con desprecio, resignados a su incomprensión,
acaso acumulando prejuicios como el de rebuscador contra quien sólo piensa que
el lenguaje también puede, debe ser bello. Sólo unos pocos irán al diccionario,
esfuerzo hoy titánico a lo que parece, y habrán así podido conocer una palabra
nueva, cosa –y es lástima tener que apuntar tal obviedad– más de agradecer que
de lamentar.
Pero hay diferencia, y esto es algo que hay que tener en cuenta a la hora
de escribir, entre aquellas palabras en desuso cuyo significado se puede deducir
por su contexto o su sonido y aquellas otras que no dan pista. El placer al
leerlas, y de eso se trata, es mayor en el primer caso. Uno puede no haberse
cruzado nunca con la donosa bullebulle,
pero es fácil que intuya que se refiere a un estado de agitación, o a alguien
nervioso si se aplica a persona. Aunque nunca antes hubieran comparecido ante
nuestro magín, comprenderemos sin necesidad de huronear en el lexicón voces
como camelancia, reidero, nocheriego, acartujado, noluntad o parapoco, y
rendidos ante su música, acaso sintamos un punto de compasión por la camelancia
reidera del nocheriego o la acartujada noluntad del parapoco. Al leer ignaro inferiremos sin dificultad que es
sinónimo de ignorante. Bonita palabra, pensaremos complacidos, y por añadidura nos
alegraremos por nosotros, por haber deducido su significado solitos. Placeres
menudos como estos son decisivos a la hora de apreciar una obra o un autor, de
volver a ellos.
Ahora bien, todo tiene sus peligros. Hay que ir con mil ojos para no caer
en el pintoresquismo vacuo, en la estampa. Tampoco se trata, claro, de epatar
por el otro lado. Más allá de lo natural, todo corre el riesgo de convertirse
en postizo. Sorteado este riesgo, desempolvarlas, insuflarles un poco de aire,
por poco que sea, dar otra oportunidad a nuestras palabras huérfanas, es volver
a lo mejor nuestro, a la belleza de la lengua, y es también conversar con
nuestros clásicos de ayer y hoy, con Cervantes y con Delibes, con Azorín y con
Trapiello, y, sin salir de casa, con nuestros abuelos. Pensemos en nuestros
nietos.
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