miércoles, 24 de octubre de 2018

UNA LECCIÓN


Me toca ir a cambiar a Laura al colegio justo antes del recreo. Ya que he salido de casa, tomaré un café mientras hojeo El norte de Castilla. Pero en tan inocente propósito se entromete una baja pasión: volver la calle para ver a las niñas cómo se desenvuelven en el patio con los otros niños. Siempre me pareció deplorable el fisgoneo de los padres durante el recreo, una actitud que puede condicionar la libertad de los chicos. Pero en mi caso sería sólo un vistazo y sin dejarme ver. Ya doblo la esquina cuando veo a la madre de un compañero de Laura y Andrea oteando entre los barrotes. La visión me produce una aversión física. No quiero que me vea, ni que piense que yo pudiera hacer lo que ella está haciendo. Doy media vuelta. Creo que no me ha visto.
Dos horas después vuelvo para recoger a las niñas. Está el primero en la fila el niño de la madre fisgona. Sale llorando y corre a sus brazos. Al coincidir un tramo camino a casa, le pregunto si sabe por qué llora el niño. No lo sabe, no se lo dice, quizá pida una tutoría a ver. “Empezó bien, iba contento, pero los tres últimos días ha salido así...” La madre intentaba encontrar los motivos de aquel cambio. De ahí su vigilancia en el recreo. Lo que yo había tenido por ocioso hociqueo no era sino un conmovedor amor de madre que le daba una merecida bofetada a mi ligereza de juicio y, en la otra mejilla, a mi doble moral.

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