Salgo del conservatorio con la cabeza como un bombo. Cuesta creer,
visto lo poco que practican los alumnos, que sea ésta una enseñanza
voluntaria. Vienen a clase con las manos vacías, perdida la semana.
Les falta decir: Aquí estoy, enséñame.
–¿Pero
estás seguro de que te gusta la flauta? –pregunto a veces a
alguno.
–Sí
–contesta. Como el alumno vago se vuelve temeroso y hay que sacarle
las palabras con gancho, insisto:
–Y sin embargo
¿no te gusta estudiar
la flauta? -Silencio.
Al salir, escuchamos las cornetas que ensayan junto al campo de
fútbol la música que acompañará a los pasos de la Semana Santa.
Un compañero se mofa a costa de su desafinación y su “oído obsoleto”. A mí me
parece admirable que, a cinco meses para la Pascua, queden a las nueve
de la noche llueva o truene, sin faltar un día, para practicar sus
tres melodías. Si tuvieran nuestros alumnos la mitad de su
entusiasmo y su fuerza de voluntad, otro gallo nos cantaría.
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