Este
curso
me ha tocado cuidar la biblioteca durante la hora de guardia. Igual me
da estar
en un sitio que en otro, pero este es más tranquilo que la sala de
profesores.
Tengo acceso a internet en el ordenador y siempre un libro a mano. Pongo
a
veces algún disco. Revisándolos, doy con una ópera de Vivaldi que no
conocía.
Lo comento con un compañero. Su respuesta me pasma: “No sabía que
Vivaldi
tuviera óperas”. Más de una vez ha apreciado uno cierto desinterés
musical en compañeros del conservatorio, músicos si no ya en su
actividad cotidiana, sí en
su formación y, seguro, en su sueño remoto. Y qué pena ese paulatino
desamor. He
advertido que el interés de estos se ciñe al repertorio de su
instrumento, o peor aún, a cañas y boquillas; digo esto porque tal
especie
abunda en el viento -conozco el paño-, y especialmente en el ámbito
levantino,
marcado a aire, más que a fuego, por la tradición bandística.
Naturalmente, hay
también ejemplos de lo contrario, como el profesor de guitarra que
estudia laúd
y hasta el de flauta que estudia órgano, ejemplares ejemplares que son
con los
que solemos coincidir en los conciertos. No sé. Acaso para ellos sea
igualmente
inconcebible que yo no conociera la ópera de Vivaldi en cuestión.
La fiebre de tocar cinco, seis, ocho horas al día
pasó, como es natural, porque la vida no puede ser sólo eso. Cuando subo alguna mañana al conservatorio a tocar -una hora,
dos como mucho- lo hago por mantener un nivel sin el cual la credibilidad ante
los mejores alumnos se iría perdiendo. Hago unas notas tenidas, un estudio de
articulación, algún ejercicio de dedos hasta que me empiezan a doler las manos,
y luego toco una fantasía de Telemann o algún movimiento lento de cualquier
sonata de Bach. Casi siempre Barroco. Cuando salgo me siento bien, como después
de andar en bici o de haber trabajado en un poema; limpio, diría Juan
Ramón Jiménez. Cuando he tenido
un alumno brillante en cuya pasión por la flauta me he visto reflejado a su
edad, le he hecho una pregunta un tanto maniquea pero efectiva: “¿Qué te gusta
más, la flauta o la música?” Y luego: “¿Qué te parece que es mejor, tocar muy bien
técnicamente y expresar menos o fallar alguna nota y algún ataque pero expresar
más?” Son cuestiones capitales. Luego le hablo de tal o cual compositor u obra
para que advierta esos vacíos de conocimiento cuya reparación constituirá una fuente perpetua de placer.
En casa no es la música clásica la que más escucho. Sí
pongo a veces, especialmente a principio de cada curso, a Bach. Como las
estaciones, el músico poeta vuelve
siempre. Está en cada recomienzo. Es sin duda el compositor al que más debo. La
música, como la literatura, resulta inabarcable para la vida de un hombre.
Afortunadamente, habría que añadir, a pesar de la desazón que este hecho puede producir
en nosotros, siendo además literatura y música digresivas, no dejándonos seguir
un plan fijado de antemano, llevándonos de su mano en una deriva sólo en apariencia caótica. Y bien está, pues ¿no es digresiva la existencia misma, no lo es nuestro pensamiento? Empieza uno
hablando de una anécdota laboral y acaba contando su vida en prosa. Y, llegados aquí, no quisiera uno dejar de recordar que es a sus padres a
quienes debe su amor a la música, el regalo de poder vivir de la música, quizá
no ya para la música, pero siempre con la música.
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