Hace ya
tiempo que dejaron de desazonarme mis lagunas en historia, geografía
y otros saberes de lo que se conoce por cultura general. Cada
vez le cuesta más a uno torcer sus naturales inclinaciones, y la memoria
da para lo que da. Como le dice un asturiano a otro en el polo norte,
ye lo que hay. Más rabia me da ignorar el nombre de tantos árboles,
o no saber reconocer el canto de más que unos pocos pájaros. Será
por eso que da tanta alegría saber de uno hasta entonces
desconocido. Sentimos al mismo tiempo que cobrarse uno de esos
misterios es perder un misterio, pero nos consolamos pensando que son
éstos infinitos, y que en materia tan común y primordial somos
todos aficionados. Siempre nos sorprenderá un árbol, un pájaro,
una planta, siempre habrá un insecto o una flor esperándonos. En
palabras de Trapiello, saben que vamos y no nos decepcionan.
El cámping donde veraneo desde hace unos veinte años posee una
variedad arbórea riquísima. Es casi un jardín botánico donde las
especies autóctonas cohabitan con los árboles que trajeron los
indianos a su vuelta de América. Entre estos, la araucaria, el
magnolio o el ombú. Hay también uno muy llamativo, de muy buena
sombra, con sus grandes hojas en forma de corazón, sus largas y
pinchudas vainas otoñales y sus flores blancas con sus dos manchas
amarillas o fucsias y sus ribetes morados y discontinuos. Cuando nos
dijeron su nombre lo pronunciamos como quien repite para sí las
coordenadas donde duerme el tesoro: catalpa, catalpa.
Es el árbol de la infancia, por ser el que nos daba sombra todas las tardes que pasamos en el parque del pueblo.
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