Salgo del refugio a ver el día. Hace
un viento fuerte y unas nubes lúgubres amenazan tormenta. Quiero
rodear el Naranjo subiendo por la canal del Lebaniego y la collada
Bonita y bajando por la canal de la Celada hasta el refugio, donde
cojo el resto de las cosas y me vuelvo no sé si a la civilización o
a la barbarie. Primero hay que llegar a un collado con una gran roca
en forma de dedo. Intento ir ganando altura por un pedrero, pero el
aire prácticamente me tira. Tengo que caminar casi a rastras. Si me
vieran mis alumnos en posición tan ridícula perdería de un plumazo
toda mi credibilidad. Pasado ese primer collado el camino está menos
expuesto, pero es una tirada larga. Ya en la parte alta de la canal,
los últimos metros antes del collado del Lebaniego son los de esa
expectación nerviosa por la panorámica que se entregará de golpe,
vivificante como la brisa promisora de cumbre. Tengo la suerte de ver
el camino que tengo que seguir justo antes de que se eche una niebla
oscura y se ponga a granizar. Tengo que bajar por el nevero de un
hoyo hasta la mitad y luego ir girando a la izquierda hacia la
collada Bonita. Pasa la nube. Llego a la estrecha horcada, como un
empinado pasillo al final del que va asomando a cada paso la cara
sureste del Naranjo. El cielo está abriendo y se ve a la derecha del
Picu la collada de la Celada, ya terreno conocido. Me recuesto en una abrigada entre dos rocas y como. Me rodea un circo mondo de roca
caliza. Gran fuerza. Me siento tan plenamente acompañado, y a la vez
tan contento por dormir hoy en casa, que, como Romeo en su sueño,
creo que podría volar. Bajando por la Celada, rodeando la mole,
canto una canción, pero el subconsciente me acaba llevando siempre a
otra que estuvo de moda un verano, ridícula, de esas que se pegan
como el chicle a los zapatos. Vuelve a llover, pero ya es una lluvia
mansa e inofensiva. Llego al refugio, recojo y sin entretenerme sigo
bajando hacia Pandébano, a dos horas, donde tengo el coche. Aún es
pronto. Entre los que suben me cruzo con un grupo de cuatro jóvenes.
Una de ellas está derrengada. Los otros la intentan convencer de que
coma. No está de humor para escucharles. Me vais a perdonar que me
meta donde no me llaman, le digo, pero tienen razón, tienes que
comer antes de que te dé la pájara. Como los ciclistas, que están
todo el rato metiendo. Aunque sea un plátano, un poco de chocolate.
Para mi sorpresa, empieza a comer la barrita energética que le
alcanzan. Venga, que en media hora estáis en el refugio, me despido.
Sigo mi camino aún más contento. Empieza a llover con más fuerza.
Las cabras no están en el camino, gracias a Dios. Las hayas cerca de
la Terenosa exhalan una niebla como quien ríe. Voy tan empapado que
ya me da igual la lluvia. Paladeo los próximos placeres que me
aguardan, el cambio de ropa (hay una muda seca esperándome en el
maletero) y la intimidad del coche, con un viaje largo por delante,
un asiento que me parecerá un trono después de tanta piedra culera,
y mi música.
Bajando por la pista se da un cambio
importante en el cuenta kilómetros, nada menos que de cinco dígitos:
350000. Maravilloso. Ya en la carretera de Sotres a Poncebos, con la
ventanilla y el cielo abiertos, viene a despedirme un pájaro de
canto monótono y agudo. “Adiós, compañero, hasta la vista”.
Pero se ve que no quiere que me vaya y me sigue. Advierto entonces
que sólo canta en las curvas a izquierda. Otra vez la dirección.
Luego ya se sabe, eso tan remoto que llamamos realidad, la recurrente
procesión de los días. Pero quien lleva el paso se diría otro, y
sin embargo más él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario