jueves, 14 de mayo de 2015

PEJIGUERA Y ALBRICIA (y II)

(LA ALBRICIA)

Volvemos de una comida familiar en El Berrueco. Se estuvo a gusto charlando a la sombra de este impertinente veranillo, y aprendí el nombre de algunas plantas. Voy despidiéndome del Saxo como quien deja ir a un ser querido que muere sin dolores, con entendimiento. Tengo la orgullosa convicción de que habría superado los 400.000 kilómetros, acaso el medio millón, una proeza para un motor de gasolina y un coche de segunda mano que siempre ha dormido en la calle. Esto aparte, es un instante de plenitud, tocado por eso que uno sabe parte de sí, eso en lo que se encuentra: un atardecer valsando curvas (es importante que no sea una autovía), escuchando, por ejemplo, a SigurRós, pero ahora con Sara y su tesoro dentro. Nuestro tesorín, dice. Y este es el cofre, respondo tocándole la barriga, a la que mira satisfecha. Luego tamborilea sobre ella con los dedos o da toquecillos esperando una reacción. "Manifestaos". Y yo, "pero déjalas". Y ella “¡estamos jugando! Dan un toque y yo las respondo.” Y al poco, ahora seria, “es un movimiento distinto.” "¿Como si antes golpearan y ahora arrastraran?" "Sí, eso es."

Media vida hijo, ahora se abre, imponente, fascinante, el horizonte de otra media vida como padre. Sé que esas divisiones son ilusas, que la vida es un continuo, pero me gusta pensar, acaso por lo redondo de los 40 años, que así ha sido y será, por más que hijo lo será uno toda la vida.


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