(LA PEJIGUERA)
En algo hemos mejorado. No importa un día malo si no
es por algo irreparable: será por días. Pensando en lo peor lo malo es sólo
regular, en fin, psé, veremos, mañana…
Había quedado con la del concesionario para
probar un coche. Me apremió con el dudoso argumento de que otro cliente estaba
interesado en él, e interés sobre interés, a ella le interesaba venderlo por aquello de
la comisión. Así que lo adelantamos un día. Así podría verlo Sara, que esa
mañana tenía que hacerse unos análisis que durarían tres horas. Entre medias yo
visitaría algún desguace, entre ellos uno con el que el concesionario tenía
concierto. Ese era el plan, y no otro, pues como el coche pretendido era seminuevo, no podía
contar con la ayuda del plan pive. Con mucho dolor de mi corazón, tenía asumido
deshacerme del Saxo por treinta monedas. No tenía sentido mantener un tercer coche, con los gastos impepinables de seguro, itv, impuestos, más los suyos propios. Esos lúgubres pensamientos me ocupaban
mientras conducía hacia “Man y Fer”. Impresionaba de entrada aquella huesera en
la que se exhibían impúdicamente las tripas de los vehículos, apilados como pacas de hierba. Producían una tristeza irreductible.
Vino a recibirme un perro no tan malparado como inamistoso. Desabrido heraldo,
venía a decirme, como enseguida haría el encargado, que mi coche allí no valía
más que tantos otros como esperaban a ser desamueblados. El caudillo que
saqueaba aquel vencido ejército, un galopín granítico que haría un buen
secundario en Breaking Bad, dibujó una cifra como quien hace círculos al
exhalar el humo del cigarrillo, tan redonda era. "60 euros." Se veía
que disfrutaba con aquello. En un gesto de magnanimidad, subió a 70. “Es lo que
da el chatarrero”. Comprendí que a nada conduciría desgranar la retahíla de
argumentos que había ideado para encomiar las prendas del pobre Saxo. Me subí en
el coche sin responder. “Vamos a otro”, murmuré acariciando el volante. Y
fuimos el Saxo y yo al desguace con el que trabaja el concesionario. El
recibimiento fue notablemente mejor: una joven sonriente que me llamaba por mi
nombre. Iluso de mí, pensé que sería más fácil negociar con ella. Pero de
sopetón me puso en el brete de pedir una cantidad por el coche. Cuando,
hinchando la cifra que había aventurado la vendedora, dije lo más firme que
pude “setecientos”, su bonita sonrisa se convirtió en ofensiva carcajada. “Un
coche de 16 años, con 360000 kilómetros… Te doy doscientos euros.” “Pero
fíjate, las ruedas están casi nuevas, y tiene un equipo de música con cargador
de diez cedés y altavoces JBL que los puse yo, y…” Radiocasetes de esos tenemos
mil, interrumpió, y ya no se usan. Y nadie compra ruedas usadas. Doscientos es
mi oferta. Si te interesa me llamas, espera que te doy una tarjeta. Y la
pérfida se volvió por ella hacia la garita. No le di tiempo a dármela. Sin decir más me
metí en el coche y arranqué. Encontraba sobrada excusa a mi mala educación en
la doble humillación, especialmente la suya, que me dejó misógino para el resto
del día. Para rematar la mañana, de vuelta a la clínica me llamó la del
concesionario diciéndome que no fuéramos, que el otro cliente ya había dado una
señal por el coche.
Tener que templar los desánimos para que no lo sean
para otros, y tratar de convencerse uno de que no lo son, es una más de las
ventajas de no vivir sólo. Sara estaba en ascuas, me había enviado varios
wasaps que no había podido responder. “Ah, nada, lo han vendido ya.” Ella
sondeó con la mirada y el silencio la sinceridad de mi indiferencia. “Será por coches”, subrayé. Esa misma mañana
una afortunada llamada de teléfono casirresolvió el tema. Un concesionario de
Alcalá tenía el mismo coche en mejor versión por poco más, y me hacían un
descuento directo por el Saxo. Al día siguiente lo probé y quedó apalabrado en
espera de darle una mano.
No puedo por menos al leer tu artículo Sergio, volver a hace 40 años, tiempo en el que trabaje en un concesionario de coches. Por lo que cuentas, las cosas no han cambiado nada. Ni palabra, ni sensibilidad ni nada. Prima la venta, no importa la palabra nada y los sentimientos de los demás. Lo que importa es hacer caja. Me entristece leerte, porque comparto tus sentimientos y me sabe mal que sea verdad, que hay que cambiarlo todo para que "todo" siga siendo igual.
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