En La Galatea, librería de viejo sumida en un desorden definitivamente
irresoluble, mientras reviso las resmas a sabiendas de que no han recibido un
solo libro en semanas, pues las últimas adquisiciones se apilan en
equilibristas rimeros en el suelo o sobre el sillón de la abuela, entra una
mujer que pide permiso para pegar en la cristalera un cartel del ayuntamiento
de Valladolid. Para mi sorpresa, el dueño responde sin inmutarse que no, que el
señor alcalde le cae muy mal.
Aunque sólo cruzan el Pisuerga las delarrivadas más meritorias (los
morritos de la Pajín o la reducción en el presupuesto de todas las partidas del
ayuntamiento salvo las de Semana Santa y festejos taurinos), aquí disfrutamos
de ellas –es un decir– casi todas las semanas. La carcundia del personaje es un
motivo más –ciertamente poco importante, pero uno más– para que uno, por más
que lleve quince años trabajando y viviendo en esta ciudad, no la haya llegado
a sentir como suya, ni es probable ya que llegue a hacerlo.
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