Sin complejos: con complejos.
sábado, 30 de agosto de 2014
lunes, 25 de agosto de 2014
DIARIO DE URRIELLU, y III
Salgo del refugio a ver el día. Hace
un viento fuerte y unas nubes lúgubres amenazan tormenta. Quiero
rodear el Naranjo subiendo por la canal del Lebaniego y la collada
Bonita y bajando por la canal de la Celada hasta el refugio, donde
cojo el resto de las cosas y me vuelvo no sé si a la civilización o
a la barbarie. Primero hay que llegar a un collado con una gran roca
en forma de dedo. Intento ir ganando altura por un pedrero, pero el
aire prácticamente me tira. Tengo que caminar casi a rastras. Si me
vieran mis alumnos en posición tan ridícula perdería de un plumazo
toda mi credibilidad. Pasado ese primer collado el camino está menos
expuesto, pero es una tirada larga. Ya en la parte alta de la canal,
los últimos metros antes del collado del Lebaniego son los de esa
expectación nerviosa por la panorámica que se entregará de golpe,
vivificante como la brisa promisora de cumbre. Tengo la suerte de ver
el camino que tengo que seguir justo antes de que se eche una niebla
oscura y se ponga a granizar. Tengo que bajar por el nevero de un
hoyo hasta la mitad y luego ir girando a la izquierda hacia la
collada Bonita. Pasa la nube. Llego a la estrecha horcada, como un
empinado pasillo al final del que va asomando a cada paso la cara
sureste del Naranjo. El cielo está abriendo y se ve a la derecha del
Picu la collada de la Celada, ya terreno conocido. Me recuesto en una abrigada entre dos rocas y como. Me rodea un circo mondo de roca
caliza. Gran fuerza. Me siento tan plenamente acompañado, y a la vez
tan contento por dormir hoy en casa, que, como Romeo en su sueño,
creo que podría volar. Bajando por la Celada, rodeando la mole,
canto una canción, pero el subconsciente me acaba llevando siempre a
otra que estuvo de moda un verano, ridícula, de esas que se pegan
como el chicle a los zapatos. Vuelve a llover, pero ya es una lluvia
mansa e inofensiva. Llego al refugio, recojo y sin entretenerme sigo
bajando hacia Pandébano, a dos horas, donde tengo el coche. Aún es
pronto. Entre los que suben me cruzo con un grupo de cuatro jóvenes.
Una de ellas está derrengada. Los otros la intentan convencer de que
coma. No está de humor para escucharles. Me vais a perdonar que me
meta donde no me llaman, le digo, pero tienen razón, tienes que
comer antes de que te dé la pájara. Como los ciclistas, que están
todo el rato metiendo. Aunque sea un plátano, un poco de chocolate.
Para mi sorpresa, empieza a comer la barrita energética que le
alcanzan. Venga, que en media hora estáis en el refugio, me despido.
Sigo mi camino aún más contento. Empieza a llover con más fuerza.
Las cabras no están en el camino, gracias a Dios. Las hayas cerca de
la Terenosa exhalan una niebla como quien ríe. Voy tan empapado que
ya me da igual la lluvia. Paladeo los próximos placeres que me
aguardan, el cambio de ropa (hay una muda seca esperándome en el
maletero) y la intimidad del coche, con un viaje largo por delante,
un asiento que me parecerá un trono después de tanta piedra culera,
y mi música.
Bajando por la pista se da un cambio
importante en el cuenta kilómetros, nada menos que de cinco dígitos:
350000. Maravilloso. Ya en la carretera de Sotres a Poncebos, con la
ventanilla y el cielo abiertos, viene a despedirme un pájaro de
canto monótono y agudo. “Adiós, compañero, hasta la vista”.
Pero se ve que no quiere que me vaya y me sigue. Advierto entonces
que sólo canta en las curvas a izquierda. Otra vez la dirección.
Luego ya se sabe, eso tan remoto que llamamos realidad, la recurrente
procesión de los días. Pero quien lleva el paso se diría otro, y
sin embargo más él.
viernes, 22 de agosto de 2014
DIARIO DE URRIELLU, II
Al segundo día me propongo subir desde
el refugio de Cabrones hasta la collada de don Carlos, de ahí a la
de Santa Ana y a la collada Bonita, y bajar por la canal de la Celada
al refugio de Urriello, donde ayer he tenido que dejar las cosas
debajo de la escalera (como no iba a dormir en él, el guarda no me
ha dado una taquilla). Parece mucha tela, pero los días son largos y
a las nueve, ya desayunado, estoy caminando. La subida que bordea el
sombrío glaciar del Jou Negro es preciosa. También el llaneo hasta
la base de Torrecerredo. Luego hay que atravesar unos neveros que
tienen bastante caída. La nieve da confianza, ni dura ni demasiado
blanda. La tensión desaparece al llegar al collado. Toca comer algo
y disfrutar de la bajada, de a hecho por el nevero del Jou Carnizoso.
Este desemboca en el Jou sin Tierre. Dudo sobre si seguir la ruta
planeada o ir directamente al refugio. De momento llego hasta el
inicio del Jou de los Boches. Desde ahí se ve el collado de santa
Ana. Es una buena tirada. Nada. Mañana.
Doy la vuelta hacia al refugio del
Picu, donde me espera ropa seca y limpia y un par de horas de asueto
antes de la cena. A la derecha, hacia el cordal del Naranjo, veo una
canal que podría acortar la excursión de mañana, que consiste en
rodear el Naranjo. Tendré tiempo para mirar planos y preguntar. Allí
vuelvo a coincidir con los de Burgos. Este reencuentro me recuerda
otro, en el mismo lugar hace dos años, con un vasco y una mejicana,
del que nació un poema a la amistad en la montaña. Este refugio
está mucho mejor acondicionado. Tiene dos pisos. En el de abajo
están el comedor y los servicios. Arriba, las habitaciones. Una
estufa de pellet mantiene caliente el comedor y sube el calor a los
radiadores de los dormitorios. Viene una ensalada de pasta deliciosa,
con mucha cebolla. Luego menestra y yogur. Hay una mesa larga con dos
docenas de chicos jóvenes del cuerpo de la escuela militar de
montaña del Ejército, que están haciendo prácticas de escalada.
Me toca dormir con ellos. Aún de día, ya estamos unos cuantos en la
cama. Los otros van llegando de pocos en pocos, y no me duermo. Hay
uno que hace sonar los pedos. Los otros le ríen los primeros. Otro
empieza a roncar, pero lo hace a un volumen tan bajo que no molesta;
al contrario, se diría que arrulla. Cuando suena el primer
despertador, a las siete, me levanto. Doy los buenos días a mi
vecino de catre, que se está calzando. Me mira con cara de haber
dormido mal y no contesta, y ya imagino que les he dado la noche a
los veinticinco miembros del EMMOE, tan majos. Nadie es perfecto.
martes, 19 de agosto de 2014
DIARIO DE URRIELLU, I
El Saxo sube sin problemas por la pista
que une las invernales de Sotres con Pandébano, y yo sin la
preocupación de que lo raye un poco más una rama, de coger un bache
más o menos rápido. Ventajas de los coches viejos. ¿Metemos
primera?, le pregunto. Responde con unas toses. Meto primera. No pasa
nada, no es desdoro, le tranquilizo, y ya arriba, eres el mejor coche
que tendré nunca. Le doy ánimos porque estará tres días al raso y
sin moverse. El tiempo es perfecto, nubes y claros y de vez en cuando
un refrescante lametón de niebla. Ordeno la mochila, que pesa
demasiado. En el refugio de Urriellu, que tomaré como campamento
base, dejaré algunas cosas y tiraré con lo del día. Empiezo a
caminar. En el collado me espera la más sugestiva imagen de la
felicidad. No concibo una alegría mayor que la del ternerín tumbado
junto a la madre (si acaso la del toro que hace lo propio después de
haber cumplido con su trabajo).
En el monte aun el mismo lugar es
siempre distinto. El matiz con que se da el paisaje nunca es el
mismo, ni la luz. Tampoco nosotros lo recibimos igual, por no hablar
de lo olvidado, de distancias que falseaba la memoria. Paso entre las
majadas de la Terenosa. Voy solo pero bien acompañado. En animado
soliloquio me entretengo. Voy guardando estas impresiones en la
grabadora del móvil. También hablo con las cabras que me salen al
paso en el collado Vallejo. Siempre hay en los rebaños dos o tres
más resabiadas que se acercan atraídas por la sal del sudor. En
cuanto las otras ven que no les sucede nada las imitan. “Vaya
hombre, ya estamos. Fuera, sois muy pesadas”. Y luego a una, “te
pareces a J., un alumno que tuve”; a otra, “vaya tetas que
tienes, ¿no?, ¿eso es normal?” Me siguen como al flautista de
Hamelin. En fin, mejor cabras que ratas. De vez en cuando miro para
atrás para comprobar que no me siguen, por más que el sonido de sus
esquilas denote lo contrario. Pero acaso lo entiendan como una
invitación. Acelero resuelto a no volver la vista. Sólo la más
cerril insiste. Sentir la humedad de su aliento en la mano ya es
demasiado. “No tengo nada para ti, no te quiero tirar una piedra,
fuera.” Tiro una piedra cerca para asustarla. Vano intento: se
acerca a ella con curiosidad y lame las trazas de sal que ha dejado
mi mano. Parece bastarle. El verde va cediendo a la caliza. Oigo a un
colirrojo, pájaro al que últimamente escucho en todas partes. ¿Será
siempre el mismo (como el ruiseñor de Keats), que me persigue para
recordarme lo que tenemos pendiente, ese nuestro poema a medias? Me
cruzo con los que bajan del refugio. En el monte la gente se saluda,
cruza unas palabras, pregunta por la ruta. Venir aquí es un rearme
personal, pero también social. Venga, que arriba está bueno, me
dice uno de los que bajan, y me conmueve ese deseo de proporcionar
una pequeña alegría, de anticipar el sol que aún oculta la niebla.
Me alcanzan un adolescente y su padre. “Vaya ritmo traéis.”
Este, que es una liebre, contesta el hombre. "Se está vengando de la
caña que le he dado todos estos años, el cabrón." Podríamos ser mi
padre y yo hace veinte, veinticinco años.
Llego al refugio y como, a mis espaldas
los 500 metros de la pared oeste del Naranjo. Unos franceses hablan a
gritos y dan la nota, para que luego digamos de los españoles. Subo
hacia la Corona el Rasu camino del refugio de Cabrones, donde
dormiré. Aun con un par de kilos menos la mochila me sigue pesando
demasiado. Acaso el problema son los otros 88 que hay que mover. Ojo,
que hemos salvado un desnivel de mil metros, me animo en voz alta. Me
hace gracia ese “hemos”, esta sana costumbre de hablar solo. Al
pie de la Brecha de los Cazadores paro a beber. Sólo el sonido del
viento afilando los riscos, el de algún acentor de cumbres y su eco
en la roca, el de mi respiración. El aire trae alguna voz del
refugio de Urriellu, y parece increíble, ya tan lejos. Llego a la
collada Arenera y dudo si ir directo al refugio de Cabrones o
intentar subir el Neverón. Aunque es un poco tarde, el desnivel no
es mucho. Lo intento. La roca está muy suelta, los agarres no son
buenos, y sobre todo me falta gasolina. Doy la vuelta. Volver por el
mismo lugar de piedra deshecha me apetece bien poco. La otra opción
es bajar directamente por el nevero. Parece que la nieve está bien,
pero está muy pindio y no me atrevo. En cada encrucijada de este
tipo recuerdo el consejo paterno, “sé prudente y no valiente”.
Jugando al mus no hay mayor placer que no seguir esta máxima, pero a
la montaña hay que respetarla. El regreso a la collada es tortuoso.
Pienso que entre tantos buenos momentos es justo que haya al menos un
instante de desaliento al día. En esos casos pienso también qué le
diría a Sara para animarla, y finjo el buen animo que entonces
mostraría. Ya decía que iba y no iba solo. Por fin en la collada,
el camino al refugio es sencillo, llaneando y cruzando algún nevero.
En uno doy con una salamandra haciendo penosos esfuerzos por salir de
él. La cojo con la mano para ayudarla y me lo agradece mordiéndome.
En el refugio, además del guarda
con sus dos hijos, hay un grupo cenando. Una familia de Burgos. Son
las ocho. Mientras me cambio de ropa escucho su conversación, entre
histórica y libresca. Me cuesta morderme la lengua en algunas
ocasiones. Además, el andar todo el día solo me acerca a la gente.
Da gusto oír una conversación tan enjundiosa en un lugar como este,
les digo, no sé si pensando lo contrario. Viene mi cena. Sopa y
garbanzos con cosas, y una manzana. Merece la pena la media pensión,
se ahorra un peso engorroso y un espacio necesario. Bromeo con los de
Burgos sobre la importancia en estas situaciones de irse a la cama el
primero. Quien ha soportado una noche de ronquidos en un refugio, a
veces en estéreo o incluso en dolby,
sabe de lo que hablo. Había cierta
doblez, lo reconozco, en mis palabras, pues bien sabía yo, de haber
música de viento, cuál sería su procedencia. En pieza contigua al
comedor están las colchonetas, veinte plazas, diez abajo y diez
arriba. Los otros duermen todos abajo, acurrucados como palomas. Hace
frío. Yo subo y me echo encima además de mi edredón otros dos.
Duermo a rachas, pero bien.
jueves, 14 de agosto de 2014
CATALPA
Hace ya
tiempo que dejaron de desazonarme mis lagunas en historia, geografía
y otros saberes de lo que se conoce por cultura general. Cada
vez le cuesta más a uno torcer sus naturales inclinaciones, y la memoria
da para lo que da. Como le dice un asturiano a otro en el polo norte,
ye lo que hay. Más rabia me da ignorar el nombre de tantos árboles,
o no saber reconocer el canto de más que unos pocos pájaros. Será
por eso que da tanta alegría saber de uno hasta entonces
desconocido. Sentimos al mismo tiempo que cobrarse uno de esos
misterios es perder un misterio, pero nos consolamos pensando que son
éstos infinitos, y que en materia tan común y primordial somos
todos aficionados. Siempre nos sorprenderá un árbol, un pájaro,
una planta, siempre habrá un insecto o una flor esperándonos. En
palabras de Trapiello, saben que vamos y no nos decepcionan.
El cámping donde veraneo desde hace unos veinte años posee una
variedad arbórea riquísima. Es casi un jardín botánico donde las
especies autóctonas cohabitan con los árboles que trajeron los
indianos a su vuelta de América. Entre estos, la araucaria, el
magnolio o el ombú. Hay también uno muy llamativo, de muy buena
sombra, con sus grandes hojas en forma de corazón, sus largas y
pinchudas vainas otoñales y sus flores blancas con sus dos manchas
amarillas o fucsias y sus ribetes morados y discontinuos. Cuando nos
dijeron su nombre lo pronunciamos como quien repite para sí las
coordenadas donde duerme el tesoro: catalpa, catalpa.
martes, 5 de agosto de 2014
UNA BANDA SONORA DEL VERANO
Unos escriben libros y otros componen
discos. Unos poemas, o prosas, y otros canciones. Hay también quien
se dedica a recopilar unos y otras. Puestos a pergeñar un disco
sobre el verano, no la periódica
aberración que se ha dado en llamar “canción del verano”
-vade retro-, mundo por ventura agonizante donde los haya,
sino de temas que, por razones poco explicables (como poco explicable
es la poesía digna de tal nombre) nos llevan de la mano al verano,
puestos a recopilar, decía, ese disco, qué diferentes serían entre
sí las canciones primera y última, evocadoras del principio y final
del verano. Igual que, en un libro de versos, cree uno que deben ser
significativos los poemas que lo abren y cierran, esas canciones
serían la piedra de toque de la expectación más luminosa y la más
venenosa nostalgia. Aquí se proponen dos. ¿Adivinan cuál julio, cuál septiembre?
The Jayhawks: "Mr. Wilson", de Smile (2000)
Lykke Li: "Never gonna love again", de I never learn (2014)
sábado, 2 de agosto de 2014
CONTRA LA ENTRADA ANTERIOR
“Terminar no es lo mío, ni me
gusta”, leo ahora en JRJ, después de aseverar como quien dice ayer
que sin definición, en el sentido de finalización, válido para lo futbolístico y lo poético (a
Alarcos me remito), no se puede sino marear la perdiz. Aunque tal vez
se refiriera el poeta, como otras veces, más que a sus poemas, a su obra.
Sea
como fuere, creo que debería entrar con la desbrozadora en la
carpeta de word titulada “Poética”, tan profusa en rotundidades.
Por ejemplo, se afirma en ella que el poema debe intentar expresar una idea concreta, explícitamente o sugiriéndola, pero siempre a partir de lo concreto.
“Poema sin asunto es alma y cuerpo sin vestido, es esencia y
esistencia absolutas. Y no hay mejor poema”, aforistea, dice ahora el
poeta. Y qué sé yo. Quizá no sea tan importante el punto de
partida (de diferentes estaciones se llega a un mismo destino).
El caso es que en mi caso el punto de partida es el final. Me aconseja otro poeta al que admiro, este vivo, que suelte un poco
las riendas, que controle menos los poemas, que no me atenga tanto al plan inicial, y es de esas cosas que uno ha
intuido antes pero de las que no hace demasiado caso, quizá por
inercia, quizá por pensar vagamente que eso sería precisamente forzar su
poesía. Esas intuiciones a las que el tiempo casi siempre acaba
dando la razón, casi siempre (vida o literatura) contra nosotros. Pero...
jueves, 31 de julio de 2014
POÉTICA EN PELOTAS
El final del poema es como el delantero
centro de un equipo de fútbol. Sin pegada, sólo se puede sobar la
pelota y aburrir al personal. Y empatar, en poesía, es perder.
lunes, 28 de julio de 2014
LOS DÍAS SIN HORA
Los que no dejan huella, leña apilada
para el fuego del olvido. Días anodinos, día más, día menos, días
en que no pasa nada, nada más que la vida. Pero días también
gracias a los cuales sabemos reconocer a los otros, los que salen en
la foto del poema. De eso habla este, publicado en el nº
9 de la revista El Alambique.
POEMA DEL DÍA SIN HORA
¿Y quién te salvará a ti, día sin hora,
e inerme cantará tu nada plena,
tu luz inadvertida, monocorde,
tu ausencia de fragancias y armonías,
tu nula prospección a los recuerdos?
¿Qué puntal de palabras podría sostener
tan precarios cimientos sin imágenes
-son fuentes las imágenes
en la incierta jornada del poema-
ni una triste metáfora
que llevarse al talego?
Válgate
saberte necesario para el realce
de los días de estreno,
arpados y fragantes, con su luz
de estaño, autodidactas,
días rutilantes que no necesitan
como tú quien les cante, día sin hora,
preterida muchacha a la que nadie
mira en el baile desatento de la vida,
con su secreto intacto
y un corazón entero para dar.
viernes, 25 de julio de 2014
DÍAS DE AVELINO FIERRO

Ahora
una selección de ese diario ve la luz en forma de libro, editado por
Eolas bajo el título de Una
habitación en Europa.
A la presentación, en la fundación Sierra-Pambley, acudió más
gente de la vista por uno en ninguna otra. A las palabras de rigor de
anfitrión y editor siguieron las de Julio Llamazares, presentador
del libro. Cuando no teorizó ni se enredó en papeles dio con el
tono que mejor sienta a estas ocasiones, el de una reunión de amigos
que charlan como lo harían en una sobremesa, sin ahorrar anécdotas
ni batallitas. Avelino, entre bromas y veras, habló del proceso de
creación del libro (también lo hace dentro de él), agradeció la
presencia de tantos amigos (“de carne y hueso, no de carne y
wasap”) y se emocionó al recordar a los que ya no están a este
lado de la página.
Una habitación en Europa es,
en palabras de su autor, el “diario de un lector agradecido. Leo
con lápiz para sacarle más punta a lo que leo. Y escribo porque
leo, eso lo tengo claro”. Sus juicios sobre autores y obras son los
de un aficionado, en el mejor sentido de la palabra (¿y no lo somos
todos?) Ni perora ni se pone profesoral. Lo que nos da es su visión
de lector, a la que, por cierto, cualquier escritor debería atender
no menos que a la del crítico. Las numerosas referencias literarias
o culturales no responden a una tentación del autor de darse pisto,
sino que están indisolublemente unidas a su vivir y pensar. Y aquí
no duda en otorgar a la poesía preeminencia sobre los otros géneros
literarios: “Algo y alguien tendrán siempre que nombrar la
incertidumbre y la belleza y todos los asombros”.
Como apunté
antes, este es también un libro sobre cómo se ha escrito el libro.
“Este es un diario por encargo”, avisa pronto el autor. Y da
cuenta de la búsqueda de título y citas introductorias, pero
también del tono y los temas, cosas estas últimas que yo no sé si
se pueden elegir. Puestos a escoger referentes, se queda,
naturalmente, con los mejores (Pla, Ruano, Manent, Gaya), descartando
de un plumazo, y ahí me da que se equivoca, los diarios de los
jóvenes que quieren “vivir como Verlaine, pero sin la pátina
pobretera y decadente de la vieja bohemia, y que escriben bastante
peor que Bukowski.” Bromea a menudo el autor con las exigencias del
editor y con el seguro triunfo de su pluma y el ascenso de su fama y
nombre. Ni tiene veinte años ni se engaña. Sabe bien lo que hay.
Orea estas
páginas la variedad de lo que se cuenta en ellas, desde algún lance
profesional (Avelino Fierro es fiscal de menores), hasta anécdotas
con amigos del mundillo literario como Félix de Azúa o los citados
Llamazares o Manilla, pasando por apuntes de intimidad familiar,
retratos, viajes (“tan modestísimos, tan gallináceos, que
ruboriza un poco contar las escapadas por las cercanías del corral”)
o beoderas de final dispar. La política está bastante presente.
Normal en un diario. Se cuida mucho el autor del localismo, que en
León ha dado lugar a concreciones grotescas, y de “estos patriotas
que abundan por la necesidad ya vista de amarrarse al presupuesto
público.” Reflexiona sobre los movimientos ciudadanos como el
15-M, extrañándose de que los articulistas les exijan “que
arreglen el mundo, la ética, el clima y los mercados con propuestas
concretas, cuando no se lo han pedido en siete años al Nobel
Stiglitz ni a los otros 99 asesores del presidente ni a nadie del
partido de la oposición.” Reflejo de esta variedad temática,
propia del diario, es la alternancia de tonos, pesimista y lírico,
irónico y mordaz, con demasiada querencia, para el gusto de uno, al
exabrupto.
Hay que
señalar, para terminar, que las ilustraciones que acompañan al
libro, la mayoría del propio autor, constituyen un valor añadido.
Demuestran una buena factura técnica y mirada, y en esto nos ayudan
a comprender el alcance poético de gran parte de los textos a que
acompañan. Diario sin fechas o miscelánea, Una habitación en
Europa es ante todo el retrato de un hombre y su tiempo. Nada
más. Nada menos.
martes, 22 de julio de 2014
UN DÍA DE JULIO
Entre las fiestas de Zazuar, el
pueblo de la señora de uno, de uno que soy yo, y la partida anual
hacia Celorio, en Asturias, hay unos días de calma chicha que,
recién comenzado el verano (apenas van dos semanas de dos meses más
la discontinua propina de septiembre, no menos verano que el verano),
saben a gloria. Han querido las cosas venir de manera que estoy en mi
pueblo de rodríguez y en el paterno hogar, y no me ha quedado otra
que intentar hacer bueno aquel refrán de “perro solo bien se
lame”. Con respeto siempre. Tal día como hoy hace unas horas pasé
por la biblioteca a leer los suplementos del fin de semana, cada vez
más insípidos, más parcos en poesía. Ya ni leo los disparates de
Ansón. He pasado luego por Alejandría y he coincidido con Avelino
Fierro, que presentó su diario el jueves. He tomado un café con él
y con Paco, el librero. Buena gente. Avelino lamenta la imprevisión
del editor, que llevó tan pocos ejemplares que hubo quien queriendo
comprar el libro se quedó sin él. Con todo, uno de esos personajes
inquietos y bulliciosos que echan a rodar las cosas, por más que en
la presentación se equivocara por dos veces al nombrar la casa que
acogía el acto. Me llevo de la librería (rara
vez me voy de vacío) un librín de
Pablo d´Ors, Biografía del silencio.
Después
de comer me ha apetecido bajar a tomar un café a La capuchina, cosa
rara. He supuesto que aún no habría llegado el aparato de
murmuradoras que, en número de cuatro o cinco, se dedican mañana,
tarde y noche a desgranar la actualidad del barrio y el país. Lo
hacen con la animosidad propia de las gentes ociosas, sin oficio ni
beneficio, un tanto frustradas. Todo está mal. Sobra decir que son
auténticas chimeneas y que encienden un cigarro en otro. Un día mi
sobrina, de seis años, me preguntó,
Sergio, ¿estas señoras trabajan aquí? Así pues, a las alegres
comadres de Windsor les han salido unas curiosas émulas, las
indignadas comadres de san Francisco. Me cuentan la irritación que
causó a una de ellas una ráfaga de aire que entrole por el costado
como si de la afilada hoja de un cuchillo se tratase. Ya se sabe, si
hace calor porque hace calor, si no lo hace porque no lo hace. ¡Qué
verano!, reburdió. ¡Qué país!, debió haber contestado mi
informador. Antes de bajar había mirado por la terraza. Aún no
habían llegado. Al salir, tras la aprensiva mirada al
consuetudinario recibimiento de colillas y servilletas al lado del
portal, me siento y pido el café. Aun así no estoy a gusto. En tan
estrecha acera la observación inherente al terraceo deviene
descarada. Termino, cruzo la calle y entro en el parque, que es como
una prolongación de la terraza. He bajado un libro. Me siento a la
sombra, leo un par de poemas y cambio de banco. Camino despacio sin
dejar de leer. Me siento de nuevo. Al final de cada poema levanto la
cabeza como hacen las gallinas picasuelos para que les pase mejor la
comida. En poco tiempo cruzan bellos ejemplares femeninos. También
los miran los ancianos de los bancos cercanos. Comentan, ríen a
veces. Nunca habrían podido imaginar que se llegara tan lejos. Lo de
la ropa femenina de verano es demasiado, sobre todo esos pantalones
cortos que parecen culotes, tan altos que por detrás a veces dejan
ver el pliegue de las nalgas, como una sonrisa que parece promesa. Tenebrista contrapunto, pasa una
rebumbante comitiva de gitanonas condenadas al negro como un heavy.
Neptuno, en mitad de la plaza, ve, oye y calla. Las palomas y los
gorriones beben de la taza o cagan tranquilamente sobre los
angelotes, no menos ensimismados que el patrón.
Vuelvo a casa y anoto estas impresiones
ligeras. Los plátanos y castaños del parque parecen al alcance de
la mano. Este año ha anidado una pareja de turcas y hemos podido
seguir sus evoluciones desde la terraza. Salgo a dar un paseo. Voy
directamente, como casi siempre, hacia la plaza del Grano. Parece que
la tormenta por la enésima amenaza de remodelación ha pasado.
Camino luego al tuntún. Como si fuera el protagonista de una novela
de Gonzalo Suárez, decido seguir a una joven. Pero va demasiado
rápido y pronto cambio de objetivo. Total... Ahora son dos chicas
con un perro rata. Juraría que sus manos se rozan alguna vez, lo que
añade nuevo y sustancioso aliciente a la cosa. Al cruzar la plaza de
Regla e internarse en una de esas solitarias callejuelas del barrio
de santa Marina, pienso que como el perro se pare ellas se girarán y
me verán y no sabré disimular. Sería lamentable que me pusiera
entonces a atarme un cordón, así que abandono la farsa
detectivesca.
Llega la noche y apetece salir. Quedo
con Tavo en el Local. A primera hora, las doce, no hay apenas gente.
La música es aún pasable. Luego llega alguno que, sin ser amigo,
comparte gustos y aficiones nocturnas. Nos juntamos. Nelson,
“caboberciano” según Tavo, llega acelerado. Al pedirle un papel
a este, le responde “¿Qué me has visto, cara de Almodóvar o
qué?” Los camareros son dos hermanos que dan miedo. Arañones, los
llama mi amigo. Al mayor, Pichi, según pasan las horas se le va
entendiendo menos. Las visitas a la rebotica tienen la culpa. Una
lástima, porque no he conocido a nadie tan ingenioso ni tan rápido,
con la gracia añadida de que nunca se ríe. Tiene 48 años. Nos
habla de la noche leonesa en sus tiempos de empezar a salir (más o
menos los 80). “Había conciertos buenos todas las semanas. Y
discotecas, la Mandrágora, la Tropicana, otra sala que había
después de Antibióticos... cómo se llamaba..., y luego el Húmedo,
claro.” El pequeño, Miguel, aparece por la calle a eso de la una
con una caja de cartón en la cabeza. “Dejáis entrar a
cualquiera”, dice Tavo a Pichi, que ha salido a fumar. Cuando su
hermano sale, ya con las greñas al viento, Pichi, que parece que se
ha quedado en la parra, mirando un punto fijo, de repente murmura:
“la rebequina”. Miramos entonces a su hermano, que lleva una
chaqueta de punto incalificable, inconcebible en alguien tan dejado.
“Buen trabajo te han hecho las polillas”, le digo. “Las
polillas... ¡la carcoma!, ¡la carcoooma!” Van cayendo los minutos
y aun las horas. Aparece Perales, buen conversador. Entre dos razones
se mesa la luenga barba, que hace un curioso maridaje con el frontal
despejado y la melena de león famélico. A Nelson le da una ventolera y se va dejando
la cerveza casi llena. De repente suena una balada no menos
inconcebible que la rebequina. “Romántico estás”, le digo a
Pichi. “Qué romántico ni qué cojones, lo que quiero es cerrar.”
Queda un tercer camarero ajeno al clan. “Es muy así, pero buen
chaval”, dice Tavo. Al parar la música sale de la barra y empieza
a recoger vasos y botellines. “Segundo round”, dice como para sí.
Salimos. Tavo y Perales van a tomar la última en La Galocha. Yo
doblo por no estropear más un buen día, el de mañana.
lunes, 14 de julio de 2014
LUZ TAN DISTINTA
En la sala de espera no se ve a la
gente especialmente tensa. Más aburrida que preocupada. Es el
quirófano de traumatología: operaciones de rodilla o cadera,
implantes de prótesis... Mejora todo la presencia de una chiquilla
de unos doce años, como un agua clara cuyo solo sonido hace olvidar
la sed. Pienso que será nieta de la operada. Como un rebequillo, va
saltando hacia la ventana, dos pasos con cada pie. Verla tan ajena al
dolor y al miedo nos aleja de ellos a los demás. La miro y admiro esa
belleza que es más que belleza, que es amor. ¿Cómo explicarlo?
He traído un libro para aligerar la
espera. Es una manera de hablar, porque al leer, más en poesía,
no se trata de aligerar nada, sino de lo contrario. Un
poema de ese libro, El caudal,
de Antonio Moreno, viene muy a propósito:
En el día de la despedida
Ya ves qué cosas: llueve. Es lo que pasa,
es lo que está pasando ahora: llueve.
Y parece mentira que suceda.
Que pueda suceder esto, la lluvia,
y el viento brusco y fresco que la anuncia.
Me parece increíble que aparezca;
que esté ocurriendo sin contar contigo,
al margen de tu vida, sin que acudas
a darles este don a tus macetas;
que pueda estar lloviendo sin tenerte
a nuestro lado, sin poder besarte
ni hablarte nunca más, aunque lo ansiemos.
Aún no creo que esto nos suceda.
Inevitablemente pienso en la muerte de
la abuela hace poco más de un año. Bajo el libro y leo en la pobre
memoria, que aún retiene, será por la emoción, los versos que le
nacieron a esa pena (y también recuerdo un soliloquio de José
Mateos, “Después del entierro he llegado a casa y he puesto música
por ver si consigo arrancarle a este dolor su belleza”). Tapándome la boca, susurro
para mí mis propios versos, y entonces soy yo
el que se levanta y va hacia la ventana, con tan distinto paso al de
la niña, con tan distinta luz en la mirada.
viernes, 27 de junio de 2014
EN CLAVE DE ALMUZARA
Va de poetas asturianos. Xuan Bello entrevista en "Clave de fondo", de RTPA, a Javier Almuzara, del que acaban de publicarse dos libros en Renacimiento, una antología con nada menos que cuarenta inéditos y una recreación de las rubaiyatas de Omar Khayyam. La conversación es una delicia de principio a fin.

martes, 24 de junio de 2014
CASAS, COSAS

Todos los libros de Ruano tienen
algo. Incluso los más circunstanciales como este de Mis
casas (Fundación
Mapfre) aciertan a despertar en el lector simpatía por un autor con
tantas sombras en su biografía como luces en sus incontables
páginas. Ocurre con el Ruano personaje como con esos gánsters del
cine negro a cuya causa uno se adhiere sin condiciones (un Sterling
Hayden en La jungla de asfalto,
pongo por caso). Casi inspiran lástima algunos pasajes: “Cuando
nos eran precisas cosas tan elementales como camas y armarios,
compré, invirtiendo en ello todo el dinero que tenía aquella tarde,
una piel de cocodrilo y aquella noche casi no se pudo cenar.” La
dedicatoria, que podría parecer extravagante, es en verdad
entrañable: “A los animales muertos que vivieron en las paredes de
estas veintitrés casas oyendo y viendo demasiado.” El prólogo
es lo mejor del libro. Escribe en él Ruano: “Lo difícil de estas
cosas es dar con ellas -el
tema- y, después, el que la idea primaria y electiva tenga más
simpatías que diferencias en nuestro propio eco susceptible de
creación: escribir luego es lo de menos, es una función hija
natural del oficio, de la experiencia profesional, de una rutina que
es casi imposible que falle (…) Empiezo, pues, en la mañana
madrileña, y en el café Gijón del Paseo de Recoletos. Son las diez
en punto. Todavía tengo cuarenta y nueve años. Y una sed de
ilusiones casi infinita.”
Luego
asistimos al trasiego de aquella vida un tanto aturdidos, sin
comprender las causas de tanto movimiento ni las circunstancias que
hacen que el autor y personaje tan pronto viva con lo puesto como le
sobre el dinero. En
un momento dado del escrutinio inmobiliario, pasa de la primera
persona del singular a la del plural. Apenas se entrevé la figura de
Marta de Navascués, su compañera, excepto en la última línea del
libro (también de esta reseña). De la de su hijo, ni eso. Siendo
este un relato tan fragmentario a pesar de su unidad temática, no parecerá tan mal como en otros entresacar algunos pasajes de él:
“Fue
esta una época muy movida, y en ella escribí y publiqué varios
libros, entre ellos mi biografía de Baudelaire, que es un libro
apasionado y de los que más me gustan de los míos que, en general,
me gustan muy poco.”
“Bueno,
mediano o malo, yo tengo mi gusto, mi gusto que naturalmente a mí me
gusta, y no concibo que nadie pueda intervenir en él, por lo mismo
que, aunque demasiado bien comprendo la belleza, tampoco cambiaría
mi cara por la de un Apolo de escultura griega.”
“No
sabía aún que para vivir pobremente hay que ser rico y que si no es
poco menos que imposible.”
“Sólo
en moneda extranjera había traído doce mil dólares y unos
centenares de libras. Todo se bebió religiosamente.”
“(...)
los libros, caretas chinas, alguna escultura arqueológica, la famosa
piel de cocodrilo, dibujos y fotografías que completan los recuerdos
de mi memoria. Tanto
amo estas pequeñas cosas que he renunciado a dormir en la alcoba y
duermo entre ellas. ¿A
dónde irá uno todavía a parar? Ahora cumplo mi medio siglo, y aún
no he tenido tiempo para poner marco a muchos cuadros que siguen sin
ellos. Salgo poco de casa. Yo, que no tengo nada, tengo estas cuatro
cosas y me refugio entre ellas obstinadamente. Todo
está viejo, tapicerías, alfombras, pero también estoy viejo yo y
no quisiera estar más joven, si a cambio de ella tuviera que borrar
algo de lo que he vivido. Equivocada, torpe muchas veces, enferma de
vida y de muerte, amo mi vida como un monumento sombrío en que tú
sola, tú, a quien nunca nombro, eres toda la luz.”
domingo, 22 de junio de 2014
lunes, 16 de junio de 2014
LA VÍSPERA, DE RODRIGO OLAY
La
víspera (La isla de
Siltolá) es el segundo libro de poemas de Rodrigo Olay (Noreña, Asturias,
1989). Sin duda asombrará a quien llegue a este autor por vez primera la
personalidad que demuestra a tan breve edad. Pero esta ya había quedado patente
en Cerrar los ojos para verte
(Universos, 2011), un tour de force donde
el joven poeta mostraba las armas de sus letras: una observación limpia y
admirada de la naturaleza, la voluntad de búsqueda de la palabra precisa, y
sobre todo un fecundo diálogo con la tradición y una extraordinaria habilidad
métrica que saca excelente partido a sus muy bien asimiladas lecturas. También
una sana jocundidad deudora del epigrama latino o, más cerca, del Víctor Botas
de Aguas mayores y menores. El autor
de Prosopon es uno de los numerosos poetas
que recibían en aquel libro y reciben en La
víspera sus agradecidos guiños líricos. Otros (a Ángel González o a Javier
Almuzara) denotan el ascendiente de la poesía asturiana en la de Olay como
marca de identidad; también resuenan en ella las voces de Borges o Miguel d´Ors.
Rodrigo Olay sabe que no parte de cero, que se incorpora a una tradición.
Pero bucear en la genealogía literaria del autor
tiene un interés relativo. Más provechoso parece señalar sus virtudes. La más
llamativa es su gran seguridad en el manejo de las formas, que sería lo de
menos si no estuvieran como están al servicio de la emoción. Toca todos los
palos: sonetos alejandrinos, endecasílabos o trisílabos, décimas, octavas,
haikus… La actualización de estrofas clásicas es uno de los atractivos de este
libro. El autor se adapta a ellas con naturalidad, sin forzar la nota ni la
rima. Incluye también en el libro una prosa breve (que viene a cumplir la
función del sorbete en las bodas) que deja patente la afición del poeta por el
ajedrez (publicó un ensayo en Clarín titulado
“Del ajedrez como una de las bellas artes”). Otras muestras de sana
originalidad son el poema con doble versión en asturiano y castellano o el
hecho de que otros dos, el primero y el último del libro, compartan título.
Las ideas a veces hacen la mitad del poema. Así en
el que abre el libro y le presta su nombre, una enumeración de prometedoras
vísperas que ganan por goleada al escueto y presente “Ahora, compara” del
último verso. Claro que en estos poemas se corre el riesgo de que la idea no
llegue, como tal vez ocurra en “El envidiado”. Pero donde no llega la idea
llega la poesía. No hay página si su pequeño gran placer, sin su acierto. Entre
estos, las imágenes, originalísimas, y como ejemplo las acumuladas en “Día de
nieve” para referirse al manto blanco como “cuaderno el primer día de colegio /
y virgen temerosa de su propia hermosura, / o algodón melancólico o nube de la
tierra / o también el cadáver de la luz / o quizá piel del frío”, etc. Los
poemas breves que se fían a ellas, como los haikus dedicados a las estaciones o
los epigramas, están entre los más logrados del libro.
También me parece digna de destacarse la
reivindicación del verso más allá del poema, como en “Endecasílabos” o
“Alejandrinos”, a veces reutilizándolos (por qué no), como el citado “La nieve
es el cadáver de la luz”, que aparecía en Cerrar
los ojos para verte. Este reciclaje poético es una manera más de las que
tiene Rodrigo Olay de jugar con las palabras, lo que nunca hace por darse
pisto, sino por puro cariño, como hace un padre con el hijo. Los juegos
conceptistas no se quedan en mero ejercicio retórico, sino que contribuyen a la
expresión: “amar a veces sabe a mar amargo”. El final del emotivo “Palabras a
la hija que algún día tendré” parece imitar el balbuceo del bebé (ya, yi,
yo, yu): “Porque allí yo ya no podré ayudarte.” En “La Manga. 2010. Fotografía”
vuelve a travesear con el calambur: “Cae una luz en alud que en tu figura /
todo lo cura y soy todo locura.” Si tras leer un poema como este diríamos al
autor algo como “vale, muy bien, pero ¿y la emoción?”, al pasar la página nos
encontramos con el sentido y magnífico poema dedicado al abuelo muerto.
Demuestra con ello el autor ser consciente de los peligros de la habilidad.
Los temas son variados. Alternan los de tono
clásico (“A la corte de Antíoco ha llegado un viajero”, “Diffugere nives”) con algún experimento más o menos surrealista
como “1965”, que prescinde de los signos de puntuación. Los poemas amorosos
casi siempre aciertan a evitar la pathetic
fallacy, sobre la que ironiza en “Acción de gracias”, precisamente el poema
que más la ronda. Hay también un puñado de poemas familiares, como el citado
del abuelo, o “Historia de un amor”, dedicado a la madre del poeta, ejemplo de
un tipo de poema marca de la casa, que desarrolla la técnica del engaño-desengaño:
el amor abnegado de una mujer ante el que el poeta se deja querer
interesadamente no es el de una preterida amante, sino el de su madre. Otros finales
se resuelven en paradoja; así “Elogio de la locura”, en el que, tras enumerar
una serie de audacias que no ha realizado con su novia, el poeta
concluye: “Toda la vida igual. // Dos insensatos.” Tampoco faltan las poéticas,
entre líneas o de cuerpo entero. El poema titulado precisamente “Poética” pone
deberes al lector autor: “Un poema es poema / si puede acompañar –si recordarse–
/ a quien sabe que ya es breve su tiempo. // Si pudieran tus versos ser los últimos.”
Comencé hablando de la juventud del autor,
circunstancia que en sí misma ni suma ni resta. Si por ella el libro gana en
frescura y verdad es porque las atesora. Restarle méritos apoyándonos en ella
no es sino un fácil recurso en este caso con poca justificación. Naturalmente,
los años irán moldeando el pensamiento del poeta, y con él su poesía, pero de igual
modo que lo sigue haciendo en alguien de 40 o 60 años, que no tendrá
precisamente más certezas, sino que no mostrará tan limpiamente las que le
vayan quedando. Tampoco observo el riesgo de que el caudal de referencias e
influencias eclipse su mundo interior. Todo lo demás está de su mano, mirada,
oído, seducción verbal y –no lo olvidemos ni nos avergoncemos– sensibilidad:
poesía.
miércoles, 11 de junio de 2014
UN DILEMA MÁS
Cuenta hoy Benítez Ariza en su blog, que es uno de los cinco o seis con que nos quedaríamos si tuviésemos que escoger (hipótesis absurda, por fortuna), cómo, averiado el potenciómetro de su radio, se resigna a un silencio que en realidad dice mucho más que tantos engolados contertulios. Pero estamos hechos a la rutina, y si nos la quitan, aun por algo mejor, parece que nos falta algo.
Algo parecido le ocurre a uno con el reproductor de mp3. Escuchar música por la calle en este junio no menos pajarayo que mayo, es una auténtica negación de vida. Tiene uno el reflejo de ponerse los auriculares al salir por el portal. Pero ya a veces se lo piensa, porque la música procura placer y a veces emoción, pero no es compatible, al menos para uno, con el pensamiento verbal o con la observación minuciosa de los gozosos matices del paso de las estaciones. Y sin embargo hay veces que la música no resta, al contrario, potencia lo visual, da volumen a las nubes y profundidad a la noche. No es cuestión de pensar, sino de sentir, intuimos en esos momentos que llamamos "momentazos". Pero, ya digo, sucede cada vez menos. Cuántas veces, después de tirar estragado de los cables, ha pensado uno "qué gusto".
Quizá la capacidad del oído no es ilimitada, y ha trabajado tanto...
Quizá la capacidad del oído no es ilimitada, y ha trabajado tanto...
miércoles, 4 de junio de 2014
UN REGALO
Tenía clase con Clara. Está en 4º
de elemental, el último curso del primer grado. Traducido, 12 años. Da cosa
decirle a alguien de esa edad: “El curso que viene ya estarás en profesional…”
Venía Clara con los brazos pintados. Lo hace mucho últimamente. Pude leer en
uno de los antebrazos: “No hay finales felices, sino historias que aún no han
terminado”. Lo leí en alto. “¿Estás de acuerdo?” “Más o menos”, y sonreía con
toda la cara. “Yo diría que sí hay finales felices, y te podría poner muchos
ejemplos”. No hizo falta, también estaba de acuerdo. Más o menos. Le habría
recitado, de tener buena memoria, aquel poema de Felipe Benítez Reyes, dedicado
a una adolescente, que termina “No pretendas sufrir. Aún no es momento.”
El caso es que Clara estaba un poco
agobiada por la prueba de acceso. Tras quitarle importancia (en los alumnos
buenos es un trámite), le hice ver lo bien que toca, y sobre todo que no se
limita a leer la partitura, sino que interpreta con verdadero gusto, moldeando
el aire y el sonido como por juego, algo poco común incluso en los alumnos
mayores. Tiene unas condiciones muy buenas y una madurez poco habitual para su
edad. No sé si añadir que por desgracia, ya que ha sido la vida la que le ha
dado esa madurez en no solicitado anticipo, cobrándose como de costumbre sus abusivos
intereses. Pero lo que hace especiales las clases con Clara es que tiene
conmigo la suficiente confianza como para hablarme de sus cosas (tan extremadas
ahora), incluidas sus aficiones. Dibuja muy bien. Me ha enseñado algunos
rótulos de estilo grafitero y dibujos que me recuerdan al Moebius más marciano.
No había oído Clara hablar de él, ni de Banksy, sobre los que le encomendé
indagar. Confesión por confesión, yo le conté lo mío, y tomó con ello pie para
hablarme de los poemas que ella escribe y de su abuelo poeta y su abuela
impedida, a la que lee los versos de su marido y los suyos.
Pero su creatividad no para ahí.
Compone canciones y las canta al piano, que está aprendiendo a tocar por su
cuenta. Salió de ella arrancarse con una. Era a la vez desconcertante y
hermosa, y cantándola ella y habiéndola compuesto no podría tener más
sentimiento. Era la primera vez que la oía entonar algo que no fuera una frase
de un estudio o de una obra. Su voz era distinta, una voz preciosa, con la
misma belleza de las mujeres que no saben que son bellas. La letra era triste.
Ya se sabe, ese vacío que sigue al final del amor. Un sentimiento que quizá no
haya tenido ocasión de conocer, pero que no por ello deja de sentir a flor de
piel. Yo me había retirado a la ventana para que no me viera la cara, que no
estaba de ver. Cuando vi que terminaba me recompuse como pude y la felicité.
“Es muy bonita tu canción. Sigue con ello.” Clara me decía que una canción le
parecía un buen regalo, que por qué en vez de cualquier tontería no se le podía
regalar a alguien un concierto o un dibujo. “Tienes toda la razón, Clara, es lo
mejor que se puede ofrecer a alguien, el sentimiento”.
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